1.11.08

Ficha de lectura:El discurso televisivo



Jesús Gonzalez Requena se propone estudiar lo televisivo como discurso, caracterizar al que denomina “Discurso Televisivo Dominante” y analizar la forma en que ese discurso irrumpe y modifica la vida social contemporánea. Según nos indica en la “Introducción” de su libro, en el marco teórico desde el que trabaja confluyen interrogantes y herramientas conceptuales propias de la semiótica, la antropología y el psicoanálisis. Teniendo en cuenta algunas categorías de análisis que utiliza es posible señalar también que su semiótica se acerca al análisis discursivo derivado de la textolingüística.
Al inicio de su libro G. Requena nos recuerda la discusión acerca de las limitaciones del primer modelo semiológico –dependiente de la teoría saussureana del signo– y subraya la imposibilidad de homologar la televisión (como supuesto “lenguaje”) con el sistema de signos constituido por la lengua. Esto es así porque, para él, “la televisión es un medio de comunicación que trabaja con lenguajes múltiples y que moviliza, en sus bien diversos mensajes, multitud de códigos preexistentes” (Gonzalez Requena, 1992: 23). La televisión es un sistema semiótico pero su diferencia con los otros sistemas (y en especial con el “modelo” de todos los sistemas, el sistema verbal) es que no presenta rasgos específicos. En realidad, nos indica el autor en primera instancia, se podría decir que su especificidad es no tener ninguna especificidad. En realidad, afirma en una segunda instancia y progresando en su razonamiento, si la televisión tiene –como sistema semiótico– alguna especificidad, ésa es su “capacidad pansincrética”. Es decir, “su capacidad de integrar en su interior todos los sistemas semióticos actualizables acústica y/o visualmente” (24). La TV puede integrar y articular géneros discursivos y sistemas semióticos extremadamente variados; y la cantidad (el número) de esas combinaciones intercódicas está –prácticamente– siempre abierta.
Por eso G. Requena sostiene que el objeto de la reflexión semiótica debe ser la programación, entendida ésta como (macro)discurso. En sus palabras, una “Unidad sistemática y organizada, estructura de orden superior unificadora de las estructuras autónomas constituidas por los diversos programas” (25). Si analizáramos sólo los programas emitidos por una emisora como “mensajes” implicados en un explícito proceso comunicativo (en la medida en que interpelan al destinatario demandándole una respuesta interpretativa), nos quedaríamos a mitad de camino. Para G. Requena hay que analizar otros procesos de significación (no explícitos) que también constituyen procesos comunicativos aunque ello no sea percibido concientemente por los destinatarios.
¿Cuáles son esos “otros procesos”? Por un lado, los fenómenos semióticos más globales que desatan los conjuntos organizados de programas (la programación). Y por otro las mismas unidades de programación (los programas) como discursos portadores de múltiples niveles de significación “más amplios que los que lo constituyen en mensaje, es decir, los especialmente marcados por el destinador (y reconocidos por el destinatario) como portadores de información” (27). Este enfoque permitiría, según el autor, analizar en profundidad el papel estructural desempeñado por la televisión en la cultura de masas. La programación sería, así, “un discurso de orden superior que determina los efectos psicológicos, ideológicos y sociales de los mensajes concretos que lo constituyen” (Ibidem).
Ahora bien, el punto fundamental de las observaciones de G. Requena es que él no considera a la programación como una simple unidad de rango superior cuya única función sería la de reunir (sumar, yuxtaponer) unidades menores pero autónomas en sí mismas, los programas. La programación no es una secuencia sucesiva y neutra de discursos cerrados y unitarios (cada programa). La programación en sí, en conjunto, es un (macro)discurso que tiene un destinador identificable (la institución emisora televisiva) y en razón de su propia lógica ejerce una “fuerza integradora” que “somete” a los textos parciales. Así, la autonomía de los programas es relativizada por una “cierta violencia” que sobre ellos ejerce la lógica de la programación global. En realidad la única que tendría autonomía sería la programación (30 y ss.).
Y ¿cuál es esa “fuerza integradora” que da coherencia al (macro)discurso que es la programación? Aunque resulte paradójico, es su fragmentación. G. Requena enumera algunos de sus rasgos (reproducimos aquí un fragmento completo de su libro):

1. Las emisiones televisivas son las primeras en poner en cuestión la autonomía de los programas que contienen. De hecho, estos son constantemente fragmentados, ya sea por la introducción en su interior de mensajes extraños, spots publicitarios, informaciones de última hora, advertencias sobre futuros programas, etc.
2. División de multitud de programas en capítulos y otros tipos de subunidades emitidos periódicamente (telefilms, telediarios, informativos, concursos…) y, por tanto, interrumpidos por programas totalmente diferentes.
3. Existe cierto tipo de programas, como los informativos diarios y los magazines, cuyos límites –esos mismos límites que debieran definir su entidad autónoma– son netamente indeterminables y que, sin embargo, se hallan compuestos por subunidades internas –“noticias”, “entrevistas”, “números musicales”, etc. – dotadas de un autonomía mucho más fuerte.
4. Algunas de estas subunidades, como las “noticias” y ciertos spots que constituyen unidades de campañas más amplias, configuran mensajes que, sin respetar las fronteras de la emisión diaria, se prolongan durante un tiempo variable de duración difícilmente determinable. Una unidad temática (por ejemplo, las elecciones en Estados Unidos) se prolonga así a lo largo de una serie intermitente de telediarios poseyendo una continuidad de la que carece el propio marco programático (el telediario) y poseyendo además un punto final bien preciso. En ciertas ocasiones –cada vez más frecuentes–, la continuidad de esta unidad puede romper incluso el marco programático desarrollándose a través de diversos programas: Telediarios, En portada, Punto y aparte… (Y cabe todavía la posibilidad de un diseño programático intermedio: un determinado debate puede comenzar en Televisión Española y prolongarse luego en Radio Nacional).
5. Existe otro tipo de programas que, aun poseyendo límites temporales más precisos, carecen de toda autonomía temática, pues su único objeto es remitir –anunciar, presentar, publicitar– otros programas de la emisora.
6. Otra forma de violencia habitual sobre la autonomía de los programas consiste en la referencia, desde el interior de uno de ellos, a otro u otros programas de la propia emisora.
7. Un amplio grupo de segmentos de la emisión no pueden ser en ningún caso considerados como mensajes autónomos, pues se explicitan como fragmentos carentes de toda autonomía discursiva que reducen su función a la de garantizar la conexión entre los segmentos que les preceden y les siguen. Nos referimos a los llamados “segmentos de continuidad” –cartas de ajuste, cabeceras de programas, presentaciones de la programación diaria, temas musicales o visuales de continuidad, etc. (32-33)

Esta fragmentación –constitutiva de la programación– determina según G. Requena el “efecto ‘polifónico’ de la enunciación televisiva, generado no tanto por la existencia de programas de debate o entrevistas como, en un nivel estructural más profundo, por las múltiples y muy diversificadas estrategias enunciativas de los diferentes programas” (33).
Profundizando en su idea de la programación como discurso, G. Requena señala que ella exhibe marcas de su coherencia textual de superficie (34 y ss.). Se trata de esos “segmentos de continuidad” que identifica en el punto 7 de la anterior enumeración y que por su reaparición constante a lo largo de la emisión operan por recurrencia. En sus palabras, “Su mera existencia, carente, como hemos dicho, de toda autonomía discursiva, es ya una prueba inequívoca de que la programación posee los mecanismos semióticos de cohesión que ponen las bases de su unicidad discursiva. Además de actuar como constantes actualizadores de la función fática del lenguaje (Jakobson) constituyen inequívocos conectores semióticos. (...) Algunos de ellos, como los temas musicales o visuales de continuidad, actúan a la vez como elementos de puntuación y como elementos copulativos (y en tal caso desempeñan un papel bien semejante al de las conjunciones lingüísticas). Otros, como las presentaciones de la programación diaria, son en todo equivalentes a los índices que sintetizan las diversas partes constitutivas de un discurso literario” (34-35). La continuidad es establecida también por la referencia, desde el interior de un programa, a otro u otros programas de la misma emisora; la intercalación de spots publicitarios y de spots que anuncian futuros programas; la emisión de programas cuyo objeto es publicitar la programación semanal; la recurrencia de ciertos fragmentos (spots publicitarios, segmentos de continuidad) o de ciertas figuras (presentadores, locutores), etc.
Fragmentación y continuidad, entonces, serían las dos cualidades básicas del discurso televisivo. La heterogeneidad genérica del discurso televisivo resulta de esas cualidades, es un efecto de ellas (el formato magazine sería, para G. Requena, un ejemplo privilegiado de ese fenómeno). También lo es la multiplicidad que se manifiesta tanto a nivel horizontal (multitud diversificada de programas que se suceden) como a nivel vertical (multitud de emisiones paralelas en el tiempo a través de la diversificación de la oferta programática en varios canales de emisión simultánea). Esa multiplicidad, por su parte, también provoca un efecto importante: la ruptura de la linealidad de la emisión. Con lo cual se introduce, según G. Requena, “un nuevo factor potencial de fragmentación, relacionado con la forma dominante de consumo de estos medios: a través del simple expediente del cambio de canal, que no exige más que el contacto con un botón de mando a distancia, el destinatario (el consumidor) puede desplazarse constantemente a través de la oferta programática múltiple a la que tiene acceso de manera simultánea, realizando así nuevas y aleatorias operaciones fragmentadoras” (38). El zapping produce un efecto de accesibilidad simultánea que no deriva necesariamente –según la observación crítica de G. Requena– en el contacto con una posible diversidad de la oferta. Como anota el autor, los canales ofrecen productos esencialmente idénticos.
Las características señaladas hasta aquí, son solidarias con otro de los rasgos fundamentales del discurso televisivo: su carencia de clausura o, dicho de un modo más preciso, su tendencia interna a demorar la clausura. El discurso televisivo se prolonga ininterrumpidamente, de modo que aparece como permanente e interminable. Para G. Requena los tres factores en su conjunto “ponen sobre el tapete una tendencia global de estos macrodiscursos a romper las fronteras de lo sintagmático para terminar por materializar algo en apariencia impensable: un discurso ya no caracterizable por sus elecciones sintagmáticas sobre el volumen global del paradigma, sino uno que tiende a agotar, tanto en lo horizontal (eje diacrónico), como en lo vertical (eje sincrónico), todos los decibles, todas las articulaciones posibles previstas por el paradigma. Un discurso , en suma, que se quiere, y es ésta una asombrosa paradoja, paradigmático” (42). Así, “el discurso televisivo dominante, en su incesante, cancerígena autoreproducción” (Ibidem) “tiende a evacuar el sentido y hacer que el ruido (un ruido múltiple y constante) ocupe su lugar” (43). La consecuencia es tan clara como inquietante, si pensamos en la televisión como medio de comunicación: en el discurso televisivo la información, el sentido, están ausentes.

Miriam Casco

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